(Publico ahora un artículo que en 2013 dejé olvidado en forma de borrador)

Nunca fui al jardín de infancia –la guardería, vaya– y empecé en el colegio a la tardía edad de las siete primaveras pero esto no supuso un inconveniente: me enseñaron a leer y escribir con cuatro años –aún me recuerdo tirado en el suelo de la cocina con un lápiz y una especie de caja de plástico de color blanco y rosa cuya función ha quedado relegada al olvido mientras mi madre preparaba el rancho o potaje de turno–. Mi primer libro de lectura fue uno infantil con animalitos que enseñaban a interpretar las señales de tráfico que veía desde el coche de mi cuñado o desde la guagua. Luego me fui a por un atlas geográfico –con el que, además de viajar imaginariamente por todo el mundo, pude empollarme los nombres de continentes, países, mares, ríos y demás bultos, hoyos y charcas de la superficie terrícola, amén de las diferentes banderas de finales del siglo veinte. Luego ataqué los libros de Graduado Escolar de mis hermanas –siempre ejemplares con imágenes, para hacer más amena la lectura–. Como no entendía ni papa de muchas de las cosas que me contaban aquellas páginas, antes de los siete años, acabé por agenciarme el Diccionario Enciclopédico Básico de Plaza & Janés de una de mis hermanas, para tratar de aclarar algunos de los términos que me encontraba, y aprendí tres lecciones valiosísimas: la primera, obviamente, que un buen diccionario es una herramienta fundamental para la autoformación; la segunda, que puede aprenderse un montón de cosas nuevas tan sólo buscando el significado de las ilustraciones que aparecen en el margen de cada página de un diccionario ilustrado; la tercera, que para que un libraco gordo dure más tiempo, al abrirlo hay que mantener apoyada sobre la mesa la parte más gruesa y sostener la más delgada perpendicularmente a la misma –esto último no tiene nada que ver con el tema que nos ocupa, pero ahí queda–.

Acuso a don Francisco Ibáñez y compañía de contribuir a mi formación lingüística. Dudo que pueda volver a dormir tranquilo si alguna vez lee esto. (fuente: Wikipedia).

En mi formación lingüística, estoy en perpetua deuda con los autores de las series de cuentos –tebeos– más populares de los años 70 y 80, pertenecientes a la Escuela Bruguera, como los maestros Escobar, Jan, Vázquez y, sobre todo, a don Francisco Ibáñez, quien me deja en herencia dos bienes inmateriales con sus respectivos dos impuestos de sucesiones a pagar: un vocabulario ampliado, una capacidad de lectura tempranamente currada gracias a que me leía en voz alta todas sus historietas, una escoliosis de campeonato por tirarme horas en la cama apoyado sobre el codo derecho empapándome de sus divertidas aventuras, y una media corva en la espalda por imitar los andares de Filemón con las manos a la espalda. Y con mucho gusto que volvería a pagar los tributos de rigor teniendo en cuenta que, hoy en día, mi hija de cinco años es una fan a destajo de la pareja de detectives más famosa desde Holmes y Watson. Gente como ustedes es la imprescindible y no los mantas que sustentamos en la poltrona.

La sombra de los cuadernos Rubio es alargada como los trazos de mi escritura (fuente: http://somosochenteros.blogspot.com).
Una obra imprescindible para la formación ortográfica.

Así que, aunque empecé el primer curso de la EGB con un año de atraso, y aunque mi gusto siempre se ha decantado por las ciencias, mi ventaja en las letras frente a los demás niños era ya más que palpable, lo que se tradujo rápidamente en una mayor facilidad para asimilar los nuevos conocimientos que me esperaban y, por supuesto, en unas buenas notas. Las caligrafías Rubio –cuya influencia no hay forma de despegar de mi manera de escribir– y la imprescindible Breve Ortografía Escolar, de Bustos Sousa, encontraron el camino bien allanado, y cumplieron sobradamente con su misión. El siguiente objetivo, a los siete años, fue iniciarme en el manejo básico de la lengua inglesa gracias al maravilloso curso audiovisual Inglés Junior, de la BBC y Salvat. Luego, seguí perfeccionando mi capacidad de lectura gracias a varios libros científicos, entre los cuáles destacó sin duda la obra Cosmos, de Carl Sagan, en su versión escrita.

No fue hasta los catorce años que leí mi primer libro sin imágenes –a los ocho años lo intenté con las novelas Galáctica, La Guerra de las Galaxias y El Ojo de la Mente, todas de aventuras y ciencia-ficción, y basadas en las películas de las respectivas franquicias, pero confieso que las compré atraído más por las portadas que por los contenidos–. Se trataba de la novela El Hobbit, de J.R.R. Tolkien y también fui estimulado por una motivación ajena al mero placer literario: Internet no era aún de dominio público y necesitaba encontrar una pista que me permitiese superar una prueba del videojuego de aventuras homónimo escrito para el ZX Spectrum. Y así fue como, gracias a un simple videojuego, la Literatura ganó un nuevo fan que persistirá en el tiempo hasta el fin de sus días.